Modelo de computadora revela lo que
sucedería si fuéramos inmortales; al parecer la naturaleza mortal del
ser humano es en realidad una herramienta evolutiva y no una condena
biológica.
A lo largo de la historia el ser humano ha
coqueteado, invariablemente, con la idea de la inmortalidad. Este
arquetípico deseo ha sido perseguido durante siglos a través de
diferentes “sistemas de realidad”, desde múltiples ramas de la ciencia,
como la bioquímica o la medicina, hasta corrientes mágicas y disciplinas
espirituales. De algún modo la inmortalidad ha sido proyectada por la
psique colectiva como un épico recinto en el cual muchos desearían
reposar (aunque paradójicamente tal vez no haya algo más alejado de la
tranquilidad que la certera ausencia de muerte).
El lado positivo de está búsqueda por hackear la
condición mortal del hombre es que se ha traducido en un vivo reto que
ha impulsado innumerables avances tecnológicos en la medicina. Sobra
decir que gracias a estos avances las expectativas de vida se han
multiplicado en los últimos tres siglos, tendencia que aparentemente
podría continuar e incluso acelerarse en los años por venir. Sin
embargo, no deja de llamar la atención algo que mencionamos en una nota
titulada Farmacoinmortalidad: píldoras para vivir 100 años, que consiste
en comprobar «que las personas más longevas, quizá como casos aislados y
no como estándares, habitan en condiciones rurales, lejos del
maremágnum de estímulos y técnicas consideradas como de mayor
desarrollo. Es decir, existen casos en pequeños poblados de Japón, la
India o México en donde la longevidad de algunos de sus habitantes
supera la de aquellos que tienen acceso a los “mejores” tratamientos,
sofisticadas dietas y modernos hospitales».
Pero en este artículo, más que debatir entre cuáles
podrían ser las rutas más efectivas para conseguir ese idílico y
anti-natural estado que consiste en eludir, perennemente, la muerte, nos
gustaría plantear una interrogante distinta: ¿Es la inmortalidad
realmente un estado deseable? Y al postular esta pregunta no
necesariamente estamos proponiendo un debate en torno a los efectos
psicológicos, éticos o emocionales que ser inmortal pudiese implicar.
Más bien trataremos de abordar este potencial fenómeno, la no-muerte,
desde una perspectiva socioevolutiva.
Con el fin de evaluar las consecuencias
socio-funcionales de la abolición del envejecimiento, y por lo tanto de
la muerte, Andre Martin, investigador de la Universidad de Sao Paulo,
desarrolló un modelo de computadora que busca predecir lo que ocurriría
con dos grupos sociales, uno mortal y otro inmortal. Ambos grupos fueron
insertados en un entorno expuesto a constantes cambios medioambientales
y posteriormente corrió una serie de simulaciones para analizar,
comparativamente, el desarrollo de ambos.
Muchos asumiríamos, al menos tomando en cuenta a cada
persona inmortal individualmente, que aquel grupo compuesto por seres
indefinidamente saludables, y el cual no tendría que preocuparse por un
sector de la población enfermo o envejecido, tendría un mejor desempeño
colectivo que el otro. Pero luego del paso de varias generaciones,
tiempo durante el cual el grupo de los mortales tuvo que reproducirse
permanentemente, intermezclándose y renovándose para adaptare a los
constantes cambios del medioambiente y así sobrevivir, este grupo
eventualmente terminó dominando a los inmortales, quienes se habían
plácidamente estacionado en un estado en el que, si bien su conocimiento
iba avanzando por su viva capacidad de almacenar información, lo cierto
es que habían perdido una guía esencial para caminar paralelamente a la
evolución del entorno: la posibilidad de la muerte. Además, el sector
inmortal fue demostrando, con el paso del tiempo, una mayor torpeza para
adaptarse a las condiciones cambiantes y ni siquiera tenía acceso a la
posibilidad biológica de reemplazar a los individuos peor adaptados.
Si bien este ejercicio no puede considerarse una
prueba concreta de que la inmortalidad traería consecuencias negativas
al destino de nuestra raza, por estar basada en simulaciones, tiene que
ver con uno de los mayores detonantes de la errante condición humana:
una especie de ansiedad existencial que se traduce en desear beneficios
inmediatos o aún a corto plazo, ante la incapacidad, ciertamente
egoísta, de visualizar las posibles causas y efectos desde una
perspectiva transgeneracional. Es decir, que si bien la inmortalidad
pudiese presentarse como una ambición personal o grupal, proyectada como
un estado de perfeccionamiento biológico, lo cierto es que con el
transcurso del tiempo, décadas o tal vez siglos, esta y no la naturaleza
mortal del ser humano terminaría confirmándose como una franca condena
evolutiva.
Pero además de esta torpe visión a corto plazo, en la
cual sistemáticamente caemos muchos, tal vez el deseo de inmortalidad
también gira en torno a otro “pecado”: el antropocentrismo. En este
sentido, el hecho de únicamente tomar en cuenta la línea de desarrollo
de la raza humana, sin considerar como un agente determinante el resto
de las fuerzas que convergen en nuestro medio ambiente y las cuales, por
cierto, son esencialmente perecederas, se desdobla en una construcción
poco precisa de lo que pudiese ser nuestro futuro. Si en un pronóstico
de las consecuencias que pudiese implicar una sociedad inmortal no se
toman en cuenta, como factores fundamentales, los cambios permanentes en
el entorno, entonces podríamos, erróneamente, pensar que sería un
estado ideal.
En síntesis, y remitiéndonos a la sabiduría popular,
esa viva hebra que, a diferencia de nuestros cuerpos, sí trasciende las
barreras generacionales, parece que la moraleja que obtenemos del
ejercicio del investigador Andre Martin se resume en aquel refrán que
reza: “ten cuidado con lo que deseas, pues bien se te podría cumplir”.
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